Vagaba una tarde por las estrechas
calles de la imperial ciudad con mi carpeta de dibujo debajo del brazo,
cuando sentí que una voz como un inmenso suspiro pronunciaba a mi lado
vagas y confusas palabras; me volví apresuradamente y cuál no sería mi
asombro al encontrarme completamente solo en la estrecha calleja. Y, sin
embargo, indudablemente una voz, una voz extraña, mezcal de lamento,
voz de mujer sin duda, había sonado a pocos pasos de donde yo estaba.
Cansado de buscar inútilmente la boca que a mi espalda había lanzado su
confusa queja, y habiendo ya sonado el Ángelus en el reloj de un cercano
convento, me dirigí a la posada que me servía de refugio en las
interminables horas de la noche.
Al quedarme solo en mi habitación, y a la luz de la débil y vacilante bujía, tracé en mi álbum una silueta de mujer.
Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella. Empezaba morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi semblante.
Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día, volvió a turbar el silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no descansar hasta encontrar la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba de mis investigaciones, descubrí en una vieja casa, de antiquísima arquitectura, una pequeña ventana cerrada por una reja caprichosa artística. De aquella ventana salía, indudablemente la armoniosa y silente voz de mujer.
Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella. Empezaba morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi semblante.
Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día, volvió a turbar el silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no descansar hasta encontrar la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba de mis investigaciones, descubrí en una vieja casa, de antiquísima arquitectura, una pequeña ventana cerrada por una reja caprichosa artística. De aquella ventana salía, indudablemente la armoniosa y silente voz de mujer.
Al día siguiente, un viejo judío que tiene su puesto
de quincalla frente a la vieja casa en que sonó la misteriosa voz, me
contó que dicha casa está deshabitada desde hace mucho tiempo. Vivía en
ella una bellísima mujer acompañada de su esposo, un avaro mercader de
mucha más edad que ella. Un día el mercader salió de la casa cerrando la
puerta con llave, y no volvió a saberse de él ni de su hermosa mujer.
La leyenda cuenta que desde entonces todas las noches un fantasma blanco
con formas de mujer vaga por el ruinoso caserón, y se escuchan confusas
voces mezcladas de maldición y lamento.
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