Una tarde de verano, en un jardín de Toledo había una
muchacha muy buena y muy bonita.
En
una de las calles más oscuras de la ciudad imperial, escondida estaba la
parroquia mozárabe.
Tenía
hace muchos años su habitación, tenebrosa y miserable como su dueño un judío
llamado Daniel Leví.
Este
judío era rencoroso y vengativo.
Dueño
de una inmensa fortuna, todo el día estaba acurrucado en el portal de su
vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o
guarniciones rotas.
Odiaba
a los cristianos, jamás pasó junto a un caballero principal, ni acogió en su
techo a uno de sus habituales parroquianos
sin agobiarlo.
La
sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo.
Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su en vano casa los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirlo, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.
Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su en vano casa los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirlo, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.
Daniel
tenía una hija llamada Sara
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz, admirados de las perfecciones de la judía:
-¡Parece mentira que esa niña se hija de ese hombre!
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz, admirados de las perfecciones de la judía:
-¡Parece mentira que esa niña se hija de ese hombre!
Porque,
en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados
de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz
de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus
labios, encendidos y rojos parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura
por las invisibles manos de un hada. Tenía apenas dieciséis años, y ya se veía
grabada en su rostro esa dulce tristeza y se escapaban de su boca esos suspiros
que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, maravillados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la judía, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre.
Al fin, un día, cansado de sufrir
los caprichos de Sara y sospechando que
su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto
importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos , suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué sé yo! Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija está enamorada de un cristiano.
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y después sus afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fijaba la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba del broche de metal, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Con que mi Sara, el orgullo de la tribu, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre riéndose -. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¿Para qué quiere ese viejo moribundo esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejara arrebatar su tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse?
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos , suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué sé yo! Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija está enamorada de un cristiano.
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y después sus afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fijaba la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba del broche de metal, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Con que mi Sara, el orgullo de la tribu, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre riéndose -. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¿Para qué quiere ese viejo moribundo esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejara arrebatar su tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso...?
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos la puerta de la tiendecilla.
Era
noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a
las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o
referían al amor de la lumbre consejas parecidas a las del Cristo de la Luz,
que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió
el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables
enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barco que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barco que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes
el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada
raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos
acuden a mi barca, teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno
cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San
Cervantes, pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma
su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barco, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a remar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última vez que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de ordenar sus ideas. «No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderlo.»
Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen -respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció entre las sombras de la noche.
Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barco, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a remar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última vez que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de ordenar sus ideas. «No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderlo.»
Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen -respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció entre las sombras de la noche.
Siguiendo el camino donde hoy se
encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y por la Cabeza del
Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia
bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes bien, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud de la espantosa obra que había estado meditando días y días.
Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes bien, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud de la espantosa obra que había estado meditando días y días.
Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada.
Al rojizo resplandor de una fogata
que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros del templo,
había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada
cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o afilaban
sobre una piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa
cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una
vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado,
que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentándose de imprevisto en el umbral del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, amenazante, le preguntó con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el mal de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque yo lo he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío, rugiendo-. Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición, hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo amor para los suyos, un Padre a quien vosotros clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que los rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
Al día siguiente, cuando las campanas sonaban, los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenderete, como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentándose de imprevisto en el umbral del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, amenazante, le preguntó con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el mal de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque yo lo he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío, rugiendo-. Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición, hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo amor para los suyos, un Padre a quien vosotros clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que los rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
Al día siguiente, cuando las campanas sonaban, los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenderete, como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro.
Nadie vio más a la hermosa hebrea Sara,
recostada en su alféizar de azulejos de colores.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Os dejo un enlace por si queréis leer la historia entera.
Es un resumen demasiado largo. Hay que aprender a sintetizar más.
ResponderEliminarSe echa de menos un imagen.
Tu nota es un 7.